Si hablo no puedo escuchar
“Por esto, mis amados hermanos, todo hombre sea pronto para oír, tardo para hablar, tardo para airarse”
(Santiago 1:19)
Aunque nuestra cabeza incluye dos oídos y una sola boca, proporción física que nos sugiere que debemos escuchar más que hablar, cuesta actuar de esa manera. Lope de Vega, el célebre escritor español, decía: “Si rey fuera, instituyera cátedras para enseñar a callar”. Es que cuando hablas no puedes escuchar y este mundo se está quedando cada vez más sordo. Oscar Wilde, el novelista Irlandés autor de grandes éxitos como El retrato de Dorian Gray, aseguraba que la mayoría de la gente no escucha cuando se le habla. Para demostrarlo contaba una anécdota que le sucedió en una importante fiesta a la que había llegado tarde. Para justificarse, Wilde le dijo a su anfitriona: “Disculpe, es que he tenido que enterrar a una de mis tías que acabo de matar”. Su interlocutora respondió: “No se preocupe usted, lo importante es que ya está aquí”.
El placer de escuchar es incomparable, se los puedo asegurar. Vivo en una casa en la periferia de un pintoresco pueblo cordobés. Mi casa es de hecho la última de esa calle. A mi alrededor tengo un plantío de olivos que a juzgar por su tronco y altura tendrán unos trescientos años. La habitación que tengo destinada para oficina tiene un viejo escritorio arrimado a la ventana, por lo que puedo sentir el sonido de la brisa primaveral del sur deslizándose entre los olivos, colándose por mí ventana y acariciando mi cara. El sonido de las aves que buscan sus alimentos en el campo alborota la imaginación y me traslada a aquel primer paraíso. Pájaros cantores me dan conciertos gratuitos que me hacen detener los dedos sobre el teclado de mi ordenador. Mi tecnología anacrónica con el paisaje, pasa a un segundo plano mientras degusto de un concierto de sonidos hechos por insectos, aves y plantas. Escuchar es hermoso, nadie debería perderse esto jamás.
Un proverbio egipcio asevera que “oír es precioso para el que escucha.” Sin embargo, se puede oír y no escuchar. Con tantas prisas que vivimos en está vertiginosa modernidad se está perdiendo la habilidad de escuchar. Como pastor y consejero familiar la queja que más suelo oír de las parejas es: Mi cónyuge no me escucha. Parece ridículo y hasta improbable, pero por causa de no escuchar muchos matrimonios están acabados. Qué poder tan destructivo tiene esa sordera a sabiendas que cree vanidosamente que él otro no tiene nada que decirnos.
No escuchar es la enfermedad de un espíritu orgulloso y egoísta. ¿Por qué oír, llevo prisa? ¿Qué me va a enseñar si es tan joven? ¿Me habla de sus problemas?, ya yo tengo bastante con los míos. Excusas egoístas para no prestar atención, actitudes que nos privan de ayudar a otros. Dios mismo tuvo que regañar a Job por su locuacidad desmedida. Tanto hablar le imposibilitaba dejarse ayudar: “Escucha, Job, y óyeme; calla, y yo hablaré” (Job 33:31). Así de obtusos podemos llegar a ser, ya fuere con el hermano, o con Dios.
“Algunos oyen con las orejas –escribió Khalil Gibran-, algunos con el estómago, algunos con el bolsillo y algunos no oyen en absoluto.” Sumaría a la lista los que escuchan con el corazón. Creo que esos son los imprescindibles. Padres que escuchen a sus hijos con paciencia. Maridos que presten más atención a las pláticas de sus esposas. Pastores y líderes espirituales que escuchen a sus congregaciones con absoluta entrega. Políticos que creen foros para escuchar en lugar de tanto decir. ¡Vaya!, ¿sería esto posible?
No nos ha puesto Dios por gendarmes del mundo y este escrito no es una crítica ponzoñosa, es solo un grito de socorro, un intento por ser escuchado y una invitación a escuchar. Les aseguro que dejaré de teclear palabras ahora mismo, no es mi intención parlotear de este asunto sin más. Creo que está claro el mensaje, por eso me callaré. Gracias por oírme, ahora me encantaría escucharte.
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